Había una vez una señora muy oronda que poco le importaba el mendigo que comía roedores.
Un día algo le pasó que lastimó su autoestima. Se puso tan mal que se quebró por dentro. Estaba como un potente ejecutivo caído en bancarrota que hasta sus medias de algodón debió vender. Ante tal desazón, un hombre modesto que pasaba por allí, se le acercó y le ofreció sus propias sandalias.
Atrás quedaba su belleza al usar tapados forrados con ángeles de seda.
Ahora se sentía como una polilla en una viaje nocturno donde mendigaba tela para poder vestir.
La oscuridad la derrotaba en prepotencia. La oscuridad guardaba el misterio del ensueño y las visiones, la orientación de los días por las fases de la luna y como guía la ubicación de las estrellas.
Para un viaje largo, la jerarquía calzada poco tenía para aportar a sus pies caminantes.
Tuvo tantos adornos superfluos, vitrinas de animales muertos, mandalas de iglesias mudas. El enojo que contrajo pasada la tristeza, le sirvió como una forma de destruir lo vencido y de pujar hacia lo embrionario.
Estaba arrojada en el universo hasta que desde algún punto donde dejaron de gobernar las luces de las bombillas y las luces de las candilejas, lo admiró. Lo admiró no con los ojos de la medición sino con el corazón de la inmediatez.
Llegar a la orilla después de las montañas o los océanos, le fue como detener lo punzante de la escarpada, le fue como superar de la tempestad sus círculos letales.
El sol que seca la roca, el sol que alimenta a la planta; el cielo que enfría los huesos, el cielo que alza a los insectos; la lluvia que riega los campos, la lluvia que inunda la chacra. Al pasar por el desfiladero cambió de identidad. Cuando cruzó el umbral, no dejó más rastros de muerte que de aliento.